lunes, 26 de noviembre de 2012

Acerca.

Vivir mil vidas en una vida.
Cada día que se aproxima veloz, y la toma de decisiones es un instante, en un aquí y ahora que no puedo separar. Y pongo mis brazos extendidos para tomar distancia como me enseñaron en la escuela, pero entonces estaba la maestra diciendo que no había que agarrar el hombro del compañero, que solo era una forma de medir la distancia oportuna, y yo pensaba en eso, pero ahí estaba el juego, y tomar el hombro del compañero, hasta que interioricé la regla, y la medida, y no tuve que extender el brazo para tomar distancia.
Ahora que todo está tan cerca que más que ver puedo oler y oir, me siento un poco desorientada. Debería concentrarme en los olores, para aprender a guiarme, cuando todo está sobre la cara, sobre los ojos, no sirven para mucho. Mejor cerrarlos, mejor confiar en el olfato, en el tacto. Cuando no hay distancia, sólo queda el tacto.

Dejé en el otro cuarto un desorden inconmensurable. Y todo remite a lo mismo, a las medidas. Lo inconmensurable no se puede, no se puede. Ese bendito control no existe en el terreno de la incertidumbre. Nostalgia las certezas mentirosas que me guiaban. Aún así tropezaba, porque las certezas mentían, y ahora que camino sin certezas, no me caigo, porque voy descalza arriesgándome a un dolor ahí en la planta del pie, ahí en el arco, ahí entre los dedos. Pero ese dolor, que es tacto, me alertará, me dirá, me explicará el camino. No, en nada se parece a ese otro dolor de la caída, este es un dolor en movimiento, de la constante pérdida de lo que se deja, porque se avanza, de los miles de nacimientos a tantas cosas diferentes, y entonces está bien volver al tacto y un poco al olfato, porque esos fueron los sentidos únicos que nos guiaron, aún cuando, bendito sea nuestro proceso evolutivo, teníamos la cabeza abierta para que crezca el cerebro. Hoy también, un poco, a costa del techo que me marcó un límite, y yo quise ponerme igual de pie, torpe como de costumbre, y me abrí la cabeza, pero también llegué hasta la ventana, esa que estaba igualmente abierta, entonces, aturdida aún por el golpe, me senté en el borde. Y no miré para abajo, ya había mirado mucho hacia abajo, me senté en el borde y confié en que podría levantar una pierna, y luego la otra. Y confié en que podría caminar por mi jardín, que no necesariamente es un abismo lo que está bajo la ventana. Eso precisamente, que no necesariamente es un abismo lo que está bajo la ventana.
Y ahí, un poco lejos aún, un poco improbable por la noche que se obstina, un poco sin conocer el aroma o la textura de la madera, esa cerca (busqué la palabra que quería decir, la pensé en inglés, y no la reconocía en castellano, claro, es una contradicción más hablar de la cerca que aún se encuentra lejos). Y llegarme hasta ahí, con los tilos que inundan mis fosas nasales, con los pastos que mojan mis pies, con este amanecer que se anuncia en mis hombros. Y llegarme hasta la cerca, posar mi mano sobre los nudos, oír el chirrido oxidado. Y abrirla.