Abrir puertas.
Estrenar mundos.
Atravieso lo oblicuo, te miro de reojo y sigo de largo. Si se empañan los vidrios con mi ausencia no dibujes corazones, dios me libre, dibujá sonrisas.
Tus dedos me presionan, me penetran, me buscan. Mañana no recordaré tu nombre. Hoy tampoco. La esencia de mí misma volcada en un papel que nada dice y al no decir nada dice tanto.
Te busqué muy lejos, y demasiado cerca. Me llené de llagas bajo la lengua, degustando iniquidades que no saben a vos. Si a vos sabe lo puro, lo nítido, lo otro, siempre lo otro, y no lo que está en mi boca.
Malabares empedernidos. No hay subsuelo de este llanto. Para qué bajar por la escalera caracol que no lleva a ningún lado. Y seguiré bajando, hasta que pare, hasta que me siente a llorar en este espiral infernal, hasta que golpee mi frente con los escalones pasados, y desee deslizarme y no pueda y no pueda. Pero ahora bajo, porque me lleva la gravedad del asunto, porque estimo un piso, una tierra, un lugar donde caer muerta, cuando muera si es que ya no ocurrió eso.
Y me tomás de la mano, y me llevás a la cornisa. Y me absorbe el vacío, y quiero saltar, quiero saltar. Agarráme de la cintura si no querés que caiga, mis manos se separan de mi cuerpo como las cabezas de un títere. Por eso es que puedo tocar sin sentir el tacto, por eso es que no toco nunca, cuando siento, porque temo que se vayan mis manos tan lejos, que no pueda seguir la caricia eterna hasta el final. Por eso es que escribo palabras ajenas que simulan ser propias pero son de esa otra, que siente, que goza, que detrás de las pestañas esconde una lágrima azul dibujada. Palabras que son de esa otra que no espera sentada en la escalera ni en la cornisa, que se arrojó y cae, y baja, y cae... que presiente, y esto es lo más terrible, que no habrá abajo nada que ponga un punto final a su caída. Y baja, esperando, dejar de bajar algún día. Y cae, esperando, dejar de caer algún día, aunque se le magullen las rodillas, y su cuerpo se cubra de moretones violáceos, frutillas.