El maléfico doctor tomó las pinzas, con su rostro cubierto por la tela blanca,
con su pelo cubierto por la tela verde, con su cuerpo cubierto por el traje
gris, con sus telas cubiertas por la luz amarillenta, con su espalada cubierta
por la luz de la pantalla comenzó su delicada intervención.
Frente a él
yacía en la camilla de tierra ese cuerpo inerte de mil personas, esa humanidad
desintegrada sin tantos rostros. Había que operar, urgía.
Su equipo observaba deliciosamente su parsimonia, su forma de acariciar las
pinzas y el escalpelo, su respiración intermitente esbozada en la tela
blanca.
Detrás, aún más atrás, la dama cantaba lo correcto/incorrecto, sentenciada a la
década postdictatorial de reglas dobladas pero vigentes, tristemente vigentes. Y
lo que otrora fuera un himno, un grito de libertad, era ahora en ese recinto un
eco desgarrador de un sueño profanado.
El doctor con sus ciento cincuenta
manos se cargó de herramientas, higienizó sus conceptos, esterilizó al auditorio
y comenzó su intervención.
Primero debía pinchar, cortar, entrar. La sangre convertida en bienvenida triunfal daría paso a su mano, a ese otro reino, que sería suyo. Poseer ese cuerpo múltiple, hacerlo a su imagen y semejanza, normalizarlo. Que su deformidad pase desapercibida, que nadie note que en sus marcas, en sus llagas se obstina la historia compartida. Que nadie sepa que ese cuerpo perteneció a otro, porque ahora, con esa pinza, y esas telas, y esas luces, le pertenecía.
Hablarle luego, al cuerpo reparido, hablarle para que absorba las palabras nuevas, su nuevo nombre, su nueva existencia. Para que aprenda a hablar y sepa que debe estar eternamente agradecido, por el privilegio de una existencia, por poder pararse y caminar. Que camine el cuerpo para hincarse luego de rodillas a rezar su plegaria cotidiana.
Y el cuerpo hincado rogará no retornar a su existencia anterior, rogará eso porque le extirparon consecuentemente los quistes ideológicos perversos que lo impulsaban antaño, rogará eso porque llenaron sus vísceras con un fluido verde que aprieta desde dentro cuando sobreviene el desprecio por el bisturí.
Se le enseñará a besar la mano enguantada, a deambular sonriendo por todas esas cárceles. Pero de vez en cuando, cuando el doctor no lo vea, él mirará sus marcas, recorrerá sus cicatrices con la misma parsimonia con que fue recorrido, y se sabrá tan ajeno, y se despreciará despreciando en ese sublime acto todo lo que le han hecho. Y deseará fragmentarse tal y como es visto, pero llevar al plano literal toda la violencia simbólica. Pensará que de este modo, disgregado en trozos, quizá pueda separarse de él mismo, de ella misma, y confundir sus piernas, con otras piernas, sus brazos, con otros brazos, su boca, sus ojos, su... y en esa confusión reencontrarse con esa humanidad que le fue extirpada.
Deseará, es posible que el tiempo ajeno a la mirada médica no alcance más que para eso, pero tengo la certeza de que será bastante, sobre todo, porque será mucho más de lo permitido.
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