viernes, 30 de diciembre de 2011

amigdalitis

Si te extirpan unas amìgdalas, unas determinadas que andan escondidas en el cerebro... se va el miedo. Todo el miedo. Ella pidiò que le extirparan eso, eso que ni podìa pronunciar, porque no entendìa, y todo lo que no entendìa le daba escalofrìos, temblores, pànico... miedo. Empezò como una sensaciòn frìa, solamente como eso. Ahì en la panza, donde suele haber sensaciones càlidas en los momentos otros. Hacía rato que lo cálido era cosa del espacio de la nostalgia. El frío fue como un golpe, casi sintió náuseas, pero no dijo nada. Nada salió de su boca, ni sonido ni vómito. Sólo que el frío no se fue, se quedó, ya no de golpe, sino como una permanencia profunda, que se expande, que contagia. Y sus ojos congelados por dentro oscurecieron los lugares que habitaba su cuerpo. La llama de la hornalla, la ventana del balcón abierta, entornada más bien, la tele ahí encendida como quien existe más allá de toda certeza. Siguió como si nada. Aparentar tiende a ser una buena forma de ahuyentar a los perros. ¿Nadie olìa su miedo? Un día lloró, se ve que el clima permitió derretir todo aquello del estómago. Lloró, lloró... y ese nudo en la garganta seguía, seguía, pero más suelto. Entremedio del nudo corría su agua, ahora tibia, ahora fría, ahora suya, ella corría por su propia garganta, que a un tiempo se ocluia y a un tiempo se expandía... Siempre tuvo las amígdalas grandes, y su madre, ella no tenía amígdalas, alguien se las había quitado de niña, por infecciones recurrentes. Ya no se suele hacer eso, dicen que sirven para defenderse. Pero claro, el miedo sirve para defenderse, el pavor... el pavor. Bueno, bueno, no exageres mariposa, pavor, pavor, lo que se dice pavor.... estuviste triste y ya. Y sì, tuviste miedo. Extirparse el miedo, extirparse el miedo. La idea la sacò de la tele, que andaba ahì, suelta, como si tal cosa. Esas otras amìgdalas, siempre es eso otro, que es similar pero profundamente distinto. Convergencia adaptativa. Arrebatarse eso suyo, su propio cuerpo, para poder seguir. Y si fuera necesario amputar una extremidad tambièn, pero en este caso era una mìnima parte, que se expandìa, irracionalmente. El mèdico dijo que no, que de ninguna manera. Ella sabìa desde el principio cuàl serìa la respuesta, pero tuvo que intentar, preguntar. Y ahì nomàs se largò a llorar, llorò largamente, el mèdico la dejò sola en su consultorio, y las luces se apagaron, y ella tuvo miedo, mucho miedo, pero no dejò de llorar, porque si dejaba de hacerlo, podrìa cerràrsele la garganta, asfixiarse con su propio miedo. Cuando aqueja el terror las amìgdalas se inflaman.... puede ocurrir. Fantaseò un segundo con una idea, sacarse el cerebro y lavarlo, con agua tibia claro. Hundir los dedos con las uñas bien cortas para no lastimarse en las hendiduras, en los surcos. Sacar toda la mugre, incluso acariciar las amìgdalas esas benditas, acercar los labios a ellas y besarlas, para que se calmen, para que no teman màs, o no teman tanto. Y luego, con el cerebro pulido, volver a colocàrselo, como quien acomoda un sombrero, y salir a la vida, renovada. Tonta, tonta, diez mil veces idiota, es imposible. Es por esas cosas sin sentido que leès y miràs, es por la tele que anda ahì como desprevenida, esperando que la patees, que la desconectes. Se acercò a un vidrio de un negocio, era de noche ya. Podìa verse a sì misma con màs claridad que a los productos adentro. Se mirò, largamente, en ese falso espejo que la pintaba oscura y transparente, bendita contradicciòn, que le dibujaba en el pecho un auto que pasaba por detràs, o el vaya a saber què cosa que se vendìa en ese, sì, quiero decir escaparate. Sus ojos, no, no podìa ver sus ojos. Sus labios se echaban hacia abajo, y llevaba en sus manos una bolsa muy pesada, la dejò ahì. Ni siquiera quiso pensar què tendrìa adentro. Se siguiò mirando un rato, se peinò. Se volviò a peinar. Continuò su camino. Por la ciudad, por la ciudad. Podrìa cruzarse con cualquier persona, y no la reconocerìa. Ella a ellos, ni ellos a ella. Continuó su camino, como si existiera tal cosa, y su cerebro ahí. Sin amígdalas todo sería mejor, pero ahí estaban las amígdalas, gritándole que no cruce la avenida con el semáforo en verde para los autos, gritándolo que algo hay que comer porque sino te desmayàs, gritándole que la locura, que la locura viene de adentro, y sale para afuera. Como ella esa noche, que no sabe bien cuándo ni cómo salió, pero tenía una idea en la cabeza, que nadie le pudo sacar. Llegó a su casa y tomó una pinza, una de esas pequeñas de depilar, escarbó por su nariz, mirándose al espejo del baño. Escarbó y escarbó, increíblemente no tenía miedo. Tocó el fondo, tocó el fondo, no de su nariz, de su cráneo, de la masa arremolinada que dormía insomne dentro de su cráneo. Continuó buscando, sintió sabores, olores, colores, sonidos, recuerdos, nostalgias... y de golpe el puñetazo frío en el estómago. Sonrió. Ahí estaba. Cortó un trozo, no todo, en ese momento entendió que no todo, sólo un poco, lo necesario. Lo tiró en el inodoro, tiró la cadena. Se lavó la cara con agua tibia, con agua tibia... no había otra agua en verano. Y se fue a dormir. Mañana, mañana será otro día.

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